Día 23:
El sol pega fuerte a las 8 de la mañana, tanto que, por primera, vez acabo asfixiado aquí dentro y salgo a respirar este aire puro plagado de vocecillas infantiles y ruido de autobuses al pasar.
- ¿Nos encontramos donde el Troll? – me dice Ángel..
¿Y qué es eso del Troll? Como hayan llegado los turistas seguro que hay más de uno
– pienso.
Hoy me encontraré con un colega que ha cometido el error de venir en crucero (ya sabes que es con cariño Ángel). Este país se disfruta mejor desde tierra firme. Aunque hay algo que vosotros os llevaréis y que en estos momentos envidio: la vista del fiordo de Geiranger mientras se navega por él.
Saliendo del camping ya me empiezo a cruzar con los primeros autobuses. Algunos japoneses aparecen según desciendo la empinada cuesta hasta el fondo del valle, cargan sus cámaras corriendo de un lado para otro como si el mundo estuviera a punto de llegar a su fin. Hasta el Troll tendré que bajar.

Las curvas de este pueblo prometen riesgo, ya no para el que conduce un coche, si no para el que, animado por el paisaje humano-cámara, inicia un despreocupado descenso al borde de la calzada. De verdad, si tanta gente viene a este pueblo ¿que les costaría endosar unas buenas aceras a esta calle?
Todavía desde lo alto observo cuatro grandes cruceros fondeados en el fiordo. Los turistas cada vez son más numerosos, las lenguas cada vez más indescifrables y las cámaras de fotos más y más grandes. Todo resulta perfectamente desquiciante.
Geiranger parece una colmena. Los pasajeros pululan de tienda en tienda buscando los regalos perfectos mientras las tripulaciones tratan de mantener un semblante de tranquilidad, cuando todos sabemos que eso es imposible cuando la señora de turno te agarra del brazo para protestar por que las escaleras del bus son muy altas. «Señora, haber crecido más a lo alto y no a lo ancho» le contestaría alguien fuera de sus casillas. Y fuera, muy fuera de sus casillas, es como debería estar cualquier persona normal con semejante muchedumbre alrededor.

Y, por momentos, me convierto en parte integrante de este gran grupo de humanos enloquecidos por el agua, las montañas y los llaveros de trolles. El viaje en esta marabunta es sencillo, basta dejarse arrastrar por la corriente y llegaremos a todos aquellos destinos turísticos del pueblo, incluidos los baños.
Atrás queda Geiranger, la muchedumbre y los amigos. Iniciamos la misma carretera que tomamos ayer, pero en sentido contrario. Hoy cogemos el desvío en Grotli hacia Stryn siguiendo la Gamle Strynefjellsvegen.

La carretera vuelve a despertar nuestra sorpresa. Viajamos entre lagos de aguas turquesas y montañas. Aguas que parecen deslizarse desde lo alto del cielo para conmemorar la creación de esos picos que parecen ser accesibles a nuestras manos. Desde lo alto todo parece más perfecto. En su tiempo, a principios del siglo XX, esta carretera fue toda una revolución, una obra perfecta de ingeniería. Hoy la obra de ingeniería cruza el interior de esta montaña. Los túneles y Noruega son sinónimos.
Al descender escuchamos ruido de agua cayendo. Alguna cascada está cerca. Ahí, a la izquierda de la calzada hay un cartel y un pequeño parking. Sin dudarlo paramos, queremos deleitarnos con estos sonidos tan difíciles de encontrar en España. El torrente es tremendo, se ve perfectamente desde la carretera. Un par de checos nos hace gestos desde una caravana. Los gestos nos sugieren algo sobrecogedor. Y sí, algo increíble se desata ante nuestros ojos. Aquí, donde el agua sale despedida hacia el cielo por la fuerza del torrente, donde el agua compone la sintonía más estruendosa jamás escuchada, aquí, veo ante mí un arcoiris de 360 grados. Un arco de colores que parece salir de entres mis pies, se eleva por encima de la nube de agua, y regresa de nuevo para cerrar un círculo perfecto multicolor. Aquí está uno de esos momentos que quedan en el recuerdo. Otra postal que llevarse impresa en la memoria.

Atrás dejamos Loen y Olden y nos adentramos en la zona de los grandes glaciares. Mañana intentaremos tocar con nuestras propias manos uno de ello. Mientras tanto, montamos la tienda y cerramos los ojos en busca del sueño.
Día 24:
Me despierto rodeado de glaciares. Desde la puerta blanca de mi tienda se me cae la baba contemplando la punta de cuatro glaciares. Y eso que es prontito por la mañana, la cantidad de babita irá aumentando a medida que las maravillas se crucen por el camino.

Mientras desayuno bajo un sol abrasador vuelvo a mirar esos glaciares que habitan por encima de nuestras cabezas. Quizá hoy podamos alcanzar uno de ellos. Y quien mejor para recomendar un glaciar que la propia gente del camping. En ello estamos, preguntando por uno de los glaciares, cuando llega un alemán mapa en mano gritando: «¡Este sitio no aparece en el mapa!».
Su nivel de alteración parece desproporcional a su tamaño.
Deja el mapa en la mesa con nerviosismo, como si su vida corriese peligro. Quizá su suegra esté a un bocado de zampárselo.
Vuelve a señalar el mapa y comienza a suspirar en alemán. Por momentos me recuerda a Dustin Hoffman en Cowboy de Medianoche.
Alrededor de nosotros hay un par de glaciares accesibles, uno muy turístico y otro prácticamente desierto. El primero sufre por ser más accesible, incluso con carritos de golf que te acercan a la base, el segundo se mantiene en secreto para aquellos que logran caminar durante un par de horas por un camino a ratos complicado.

Siguiendo por la carretera que llevaría al glaciar de Briksdalsbree encontramos un pequeñísimo parking y un cartel que señala este glaciar desconocido. Aparcamos el coche y pagamos religiosamente las 50 coronas en la famosa caja de la confianza.
El camino hacia lo alto comienza entre los edificios de una granja y continúa ascendiendo durante 40 minutos hasta el valle. Aquí, el río proveniente del glaciar se desliza entre un mar de piedras. Estamos solos.

Allí, a lo lejos, vemos el glaciar. Inmenso, blanco. Intentamos subir un poco más y, a los pocos pasos, descubrimos unas escaleras de madera con un cartel: «El camino a partir de aquí es peligroso. Camina bajo tu propia responsabilidad». Pues muy bien, ahí vamos.

Subimos entre grandes bloques de piedras bajo un viento helador.
En media hora alcanzamos la lengua del glaciar, casi podemos tocarlo con las manos. Ahora el cansancio parece haber desaparecido, sólo importa andar unos metros más y sentir su frío en nuestra cara.
Es azul.
De él caen ríos de agua. El sonido es como de mil riachuelo rodeándote por completo. Aquí y allá hay grandes bloques de hielo desprendidos del glaciar, como su fuera la cubitera particular de un ser gigante. Arriba, a lo lejos, se ven dos filas de personas caminando por la superficie del glaciar.

El espectáculo se disfruta lentamente.
La bajada es pura meditación.
Volvemos al camping, por hoy es suficiente, hemos hecho más de lo esperado. Creo que lo celebraremos con un par de rondas de helados. El primero, como no puede ser de otra manera, de hielo, sabor a pera.


Replica a damebirr@ Cancelar la respuesta