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Viajes & Letras


Reykjavík, música y hamburguesas

El día amanece pronto, más empujado por las prisas de los primeros viajeros que por la propia actividad de la ciudad. Reykjavík, la ciudad que nos dirá adiós, se despierta bajo una apacible luz que anuncia un nuevo día de nubes y algún que otro rayo de sol desorientado. La tranquilidad de las calles no tiene comparación con cualquier otra capital europea, quizá sea por el tamaño de esta, cercana a los 200.000 habitantes, o quizá sea por esa aparente despreocupación que desprenden los rostros de las personas que te puedas cruzar en la calle. Sea como fuere, lo cierto es que Reykjavík es una ciudad para recorrer a paseos, cortos o largos, tanto da con tal de disfrutar.

La calle Skólavördustígur sube en ligera pendiente desde Laugavegur hasta la catedral, convirtiéndose así en una de las más importantes de la querida urbe. Peatonal a ratos, entre las pequeñas casas que acompañan nuestro trayecto descubrimos íntimos cafés, internacionales locales donde saborear noodles asiáticos, heladerías, tiendas de diseño, de fotografía, incluso de esos particulares jerseys de lana que abundan por doquier. Parece el perfecto resumen del carácter islandés, sus gustos, disfrutes y últimas influencias. Pero sin duda la que más sobresale entre todas ellas es 12 Tónar, una de las principales tiendas de discos de la ciudad, hay quien incluso la sugiere para encabezar alguna lista de las mejores tiendas del mundo. Y no es para menos, entre sus estanterías habrán paseado Björk o los miembros de Sigur Rós buscando LPs que llenasen sus inquietudes musicales, generando una atmósfera de creación atrayente desde 1998, algo fascinante para el amante de la buena música. Aquí tendrás un sitio en el que escuchar un buen concierto en su jardín, sentarte a escuchar buena música, o simplemente tratar de descubrir nuevos grupos de la escena islandesa.

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Quizá sea por eso mismo, por su atmósfera musical, que en esta ciudad abundan lo que hoy en día llamamos modernos, ese grupo social que siempre ha existido y que últimamente les da por agrupar bajo el término de hipsterismo. Por que sí, esta ciudad parece haberse convertido en meca de la modernez europea. Y si la música, o la atmósfera cultural en su defecto, se han convertido en el aliciente para alimentar a todo ese grupo (y más), quizá sea éste último quién ha conseguido que los cafés, bares, pubs y salas de conciertos abunden como en ningún otro lugar de los países escandinavos.

Hallgrímskirkja, la iglesia de Hallgrímur, se alza blanca e impoluta sobre una de las colinas de la ciudad. Aquí está la magna obra de Guðjón Samúelsson, volcánica, apuntando a un cielo nublado con la intención de que se abra y pueda vislumbrarse la gracia divina por un instante. La catedral tardó 38 años en ser construida, como buena obra clásica que se precie. En su puerta vuelvo a tropezarme con la misma pareja que me encontré en el hostel de Berunes, él madrileño, ella ourensana. Han tardado apenas seis días en dar la vuelta la isla. El interior de la catedral es luminosos, más de lo que cabría esperar, blanca y sencilla, lejos de los adornos recargantes de la cultura católica. El organista ensaya para el concierto nocturno cuando un hombre elegante se le acerca, le reconoce y, con entusiasmo en su rostro, le cede la banqueta. Ahora las notas se adivinan magistrales. Minutos después, en los que hemos permanecido absortos, organista e invitado inician una amena conversación en la que uno, organista, atiende embelesado, como un pupilo ante su maestro, a cada una de las palabras de tan ilustre espontáneo.

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De vez en cuando comienza a llover sobre Reykjavík. Es todavía pronto cuando decidimos volver a Laugavegur, donde horas antes descubrimos un bar tranquilo, luz tenue y buena música. Son las cuatro de la tarde y comienza la happy hour. Tras la barra una chica con gafas y un asombroso parecido a Björk nos recomienda probar la Arctic Iceland, una cerveza local. Aquí sentados, en una mesa al fondo del local, observamos el ir y venir tranquilo de la clientela, mitad islandesa mitad internacional, que busca frente a una cerveza una nueva conexión con la ciudad. Algo que, estoy seguro, no busca la pareja francesa que se sienta a nuestro lado. Discuten, ríen nerviosamente, gesticulan, se levantan, se sientan, se persiguen por el local; una comedia disparatada que hace volar nuestras teorías, más propias de un buen Woody Allen que de una happy hour en un tranquilo bar islandés.

Poco a poco se ha ido haciendo la hora de cenar. Hamborgarbúllan es uno de esos sitios míticos que hay que visitar cuando uno está en Reykjavík. Es cierto que no está en el centro, ni que es amplio y cómodo, pero sus hamburguesas y su especial atmósfera merecen recorrer unos cuantos cientos de metros para dirigirse hacia el puerto y entrar en esta pequeña construcción redonda. Cuentan que aquí hacen las mejores hamburguesas de la isla y que, de vez en cuando, alguna estrella del cine o la música se dejan caer entre estas paredes atrapados por estos pedazos de carne. La carta supone un pequeño jeroglífico para nosotros, sin entender una sola palabra intentamos preguntar a uno de los chicos que atienden tras la barra. Rubio y con una gorra en la que se lee Barcelona nos ayuda en un más que decente castellano. Una con queso, una con bacon y otra doble, oído cocina. Y sí, realmente hay que admitir que su fama es merecida.

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– Que sí tío, lo noto, el estómago se me ha agrandado. Al llegar a España me voy a hacer una reducción. -bromea Pedro.

De vuelta caminamos entre las casas del casco antiguo, nos paramos frente al parlamento, descendiente de aquel Alþingi del siglo X sobre el que se asienta una de las más antiguas democracias del mundo. A nuestra espalda la plaza Austurvöllur, donde los habitantes de esta ciudad, desde el año 2008, se reunían cacerola en mano para demostrar su descontento con la política que llevó a Islandia a la quiebra. A pocos metros de aquí, en el edificio del Radhus, una magnífica maqueta de toda la isla nos muestra cada uno de los rincones por los que hemos transitado durante todos estos días. Los grandes fiordos del noroeste, el lago Mývatn, los pequeños pueblos de la costa este, Seyđisfjördur, los glaciares, las playas de arena negra,… todo un país espectacular de un solo vistazo. Ha sido un gran viaje.

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