El día amanece soleado. Afuera, la bandera islandesa del albergue se agita al compás de un viento que corta a rachas estos campos del sur. Hoy es un buen día para tomárselo con calma.
Sunnienska bókakaffid es el sitio perfecto para comenzar; una pequeña librería con tres mesas y unas cuantas sillas entre novedades editoriales y libros de segunda mano. La atmósfera es acogedora. Lejos del terruño en el que parece sumergirse Selfoss aquí dentro se respira un ambiente tranquilo, noventero, estanterías con sustancia y vinilos en una esquina. En la sala contigua hay Internet, un viejo ordenador ofrece un buen servicio a los viejos lugareños que se interesan más por letras que por chips. Aprovecho estos momentos para escribir, saboreando un buen café y viendo al paisanaje entrar y salir mientras saludan afectuosamente a la dueña, sentada tras en minúsculo mostrador, enfrascada en una de las muchas lecturas que podría haber escogido entre las muchas que adornan este local. Sólo entran islandeses, y un tipo que pregunta dónde comprar vino y cervezas. Son las 11 de la mañana. Lo cierto es que en Islandia no se vende alcohol en los supermercados, solamente se puede encontrar en las tiendas especializadas que cierran a las cuatro de la tarde.
Concluyo un buen párrafo cuando pido un refill de mi taza. Es entonces cuando una de esas bonitas sorpresas te saluda desde una pequeña tarjeta situada sobre el mostrador: el bueno de Bobby Fischer descansa a pocos kilómetros de aquí. Boquiabierto le pregunto a la buena mujer cómo llegar hasta allí.
– Tienes que coger la carretera que sale del pueblo en dirección este, pasando el Bonus. Después giras a la izquierda y tras un par de kilómetros llegarás a una pequeña capilla entre dos granjas.
Bobby Fischer, gran maestro de ajedrez y campeón mundial de 1972 a 1975, en plena Guerra Fría, descansa solitario a la entrada de una pequeña capilla blanca. Fischer fue un genio, capaz de arrebatar el título mundial de ajedrez a la potente maquinaria soviética, que había entrenado a todos los campeones y subcampeones mundiales desde 1948. Aquella partida de 1972 contra Spassky en Reykjavik fue algo más que un simple juego, fue el enfrentamiento entre dos conceptos, dos potencias, dos ideas: el capitalismo y el comunismo. Y también sirvió para marcar el principio del fin de Fischer que, tras múltiples peripecias, acabaría adoptando la nacionalidad islandesa y residiendo en la isla.
– Ayer sudé Minestrone –comenta Pedro.
De vuelta a Selfoss aprovechamos que el supermercado está de camino para comprar unos sándwiches y unas patatas fritas, ese será nuestro homenaje a la memoria de Bobby Fischer.
Esta noche nuestro hostel está en el centro de Selfoss. El edifico, que reclama a gritos una reforma, se presenta ante nosotros en una ubicación casi perfecta, en la avenida principal del pueblo, la misma por la que transcurre la Ring Road. En la recepción, una chica joven, un tanto sosa, nos recibe sin sonrisas. No debe alcanzar los 25 años y sus rasgos parecen más del este de Europa que de Islandia. “Quizá sea una voluntaria EVS”, dice Marta. El interior del albergue, como la fachada, está un poco pasado de moda; los muebles de conglomerado negro vienen teletransportados desde finales de los años 80, la pecera del pasillo parece que incorpora un motor diesel, un par de cuadros de chicas desnudas adornan los pasillos y el Wi-Fi creo que todavía no existe entre estas paredes. Por lo demás, tiene jacuzzi en el patio trasero. Allá vamos, directos a él.
Preguntando dónde están las mejores hamburguesas de la ciudad nos recomiendan un sitio llamado Kaffi Krus, una casita de dos plantas al borde de la avenida principal, al otro lado de la calle. Fuera hay gente esperando y las camareras, vestidas de un negro impoluto, suben y bajan las estrechas escaleras con una habilidad envidiable. Las hamburguesas, tengo que reconocer, no están nada mal y, para nuestra sorpresa, la norma de la casa es no aceptar propinas.
Es de noche cuando salimos de Kaffi Krus. Esta mañana cuando dábamos una vuelta por el pueblo descubrimos una pequeña heladería que no tenía mala pinta, así que la decisión de a dónde ir parece sencilla esta vez. La pregunta que surge cuando se entra en las heladerías islandesas es, ¿porque sólo tienen un único sabor? Vainilla con pedacitos de chocolate y lacasitos. Por primera vez en mi vida un helado consigue vencerme. En esta guerra nos encontrábamos cuando ha entrado a la heladería la chica sosa de la recepción y su novio… español. Ambos hablaban en castellano, lo que nos hace preguntarnos: ¿habrá entendido todos y cada uno de los comentarios que realizamos al llegar al hostel?
Mejor nos vamos recogiendo. Internet sigue sin funcionar.




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