En Vík Youth Hostel se escuchan lamentos de resaca. Anoche unos amigos coreanos decidieron entregarse a los fluidos alcohólicos de la cerveza y hoy tratan de recomponer un dañado esqueleto de respeto y tradición asiática a base de espaguetis, tomate y carne como desayuno. Eso y la enigmática fragancia que perfuma el pasillo son los dos pilares básicos de cualquier relación cliente-albergue: rareza en las personas, rareza en el lugar. Por algún motivo que se nos escapa podemos llegar a imaginar una escondida plantación de marihuana detrás de la puerta que indica “staff only”.
Vík í Mýrdal es pequeña, acogedora y lluviosa, muy lluviosa, la población más lluviosa de toda la isla. De momento el tiempo nos da una pequeña tregua, y eso es de agradecer incluso en verano. La pequeña playa de Vík se encuentra a escasos metros de la gasolinera; unos metros de pasillo negruzco, jalonado de charcos aquí y allá, y llegamos a unas arenas negras que engullen, poco a poco, las olas de este vasto océano. Una escultura humana otea el horizonte en busca de su par, a lo lejos, en algún lugar de la costa inglesa. Bella metáfora del espíritu islandés. Mientras tanto, a unas decenas de metros de esta orilla, se divisan cuatro picos que surgen del mar entre estallidos de olas. Son las columnas de Reynisdrangur, cuatro viejos trolls convertidos en piedra al quedar expuestos a la luz solar cuando intentaban desembarcar en una noche de tormenta. Y esa es la pura verdad.
Al otro lado de la colina que separa Vík de las tierras más cercanas a la capital, se encuentra la famosa playa de Reynisfjara. Más de un kilómetro de arena negra se extiende bajo un cielo gris encapotado que amenaza tormenta. De colina a colina. De cumbre verde a cumbre verde. Desde aquí Reynisdrangur nos presenta su otra cara. En este lado la colina se corta en una pared de columnas basálticas hexagonales que semejan un órgano gigante. En lo alto del acantilado los frailecillos, esas elegantes aves, sobrevuelan nuestras cabezas como queriendo fijar un objetivo sobre el que precipitarse. El mar sigue estando bravo, la marea sube. De vez en cuando una ola más grande que el resto, sacude la playa hasta alcanzar a cualquier despistado, como este hombre que se ha quedado ensimismado observando los pájaros sin percatarse de la agitación del mar.
Continuando nuestro camino llegamos a Skógafoss, una cascada de 62 metros de altura. A su lado unas escaleras parecen subir al mismo punto desde el que miles de litros se precipitan al vacío cada segundo. Sin embargo es aquí, a escasos metros del torrente, en su base, desde donde se aprecia la inmensidad de su fuerza. A sus pies el estruendo es hipnotizante. Ante Skógafoss se extiende un pequeño campo verde en el que algunos se tumban a escuchar la melodía del agua mientras disfrutan de un sol que, a ratos, decide acompañarnos esta jornada.
En esta zona, en el año 2010, entró en erupción el volcán Eyjafjallajökull; de aquellos días recuerdo las inmensas nubes negras que aparecían en los informativos, y el absoluto caos aéreo que provocó en Europa. Circulando por la carretera 1 hacia Selfoss se atraviesa un paisaje extremadamente negro, quizá reminiscencias de aquel acontecimiento. Sin embargo, la erupción no afectó seriamente a los habitantes de la isla, a excepción de en un par de granjas de la zona, en la que tanto personas como animales tuvieron que ser evacuados, el resto siguió con sus quehaceres diarios. Como bien nos explicaba la dueña del hostel de Gaulverjaskóli:
- Cuando pasó lo del volcán yo estaba en España en la playa. Veía las noticias, que lo ponían todo horrible, pero luego llamaba a casa y me decían que no pasaba nada. Así que allí seguí de vacaciones.
El albergue de Gaulverjaskóli es una antigua escuela rural a pocos kilómetros al sur de Selfoss, en plena zona agrícola islandesa. Aunque todo rezuma tranquilidad, tras los ojos de Oddný, la dueña del hostel, se esconde un espíritu totalmente libre, enérgico e increíblemente sociable, algo insólito en esta cultura escandinava. Es gracias a ella por lo que nuestra estancia aquí la recordaremos con agrado.
Buscando algo de comida acabamos en Selfoss, la ciudad más grande del sur de Islandia, apenas unos 7.000 habitantes. Su apariencia es la de ciudad de paso, de ambiente urbano-embrutecido, por momentos recuerda a la típica ciudad americana en la que todo se desarrolla en torno a una avenida principal y decenas de restaurantes de comida rápida. Acabamos en un bar viendo el acontecimiento deportivo del día, un partido de baloncesto entre la selección local y la rumana. Lamentable el espectáculo ofrecido, parece un partido de instituto. En otra mesa dos chicos juegan al ajedrez, algo que parece muy común. En un momento dado uno de ellos abandona la partida y se viene a sentar a nuestro lado mientras se sumerge en la lectura de un libro sobre Zlatan Ibrahimovic, ese ser, fuente inagotable de conocimiento.
Al salir del bar y llegar a la esquina de la calle empezamos a entender porqué hemos estado viendo tantas personas entradas en carnes por la zona. El Domino’s Pizza local regala botellas de 2 litros de Coca-Cola por cada pizza. En la puerta han dejado dos palets cargados de refrescos a la vista de todos los niños que cantan y saltan ante esa deliciosa visión.
Nosotros nos acercaremos al supermercado, a por el ofertón del viaje, como dice Pedro.





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