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Viajes & Letras


Socializar en la piscina

La mañana nos recibe con nubes, lluvia y viento. La niebla se extiende por el fiordo, apenas se contempla la otra orilla, aquella a la que volveremos a descansar esta noche. Cambiamos de orilla, pero no de fiordo. Atrás va quedando Berunes mientras  dirigimos nuestras miradas hacia el lago de Jökulsárlón, atrás queda la casa, el pequeño camposanto, atrás queda la sensación de sobrevivir en una atmósfera anciana. Jökulsárlón es el más conocido de los lagos de Islandia, principalmente por dos razones: por su extraordinaria belleza llena de bloques de hielo desprendidos del glaciar y, básicamente, por encontrarse al borde de la carretera que une Höfn y Reykjavik. Lugar de peregrinación de cientos, miles, de turistas que se acercan a admirar el que probablemente sea el más accesible de los glaciares del mundo.

El trayecto entre Berunes y Höfn nos lleva una hora y media, y ni tan siquiera es la mitad del recorrido que nos llevaría a plantar nuestros pies a orillas del citado lago, junto a otros cientos de pies. La hazaña se presenta complicada, más aún cuando el cansancio hoy hace mella. Los turnos al volante se suceden. A medio camino descubrimos una playa de pequeñas piedras negras que se extiende a las faldas de una montaña cuyo pico se pierde en la espesa niebla. Viendo la rocosa montaña que se eleva ante nosotros no es difícil imaginar que muchas de las piedras que forman esta playa una vez formaron parte de esta tremenda mole. ¿Qué le pasaría a nuestro pequeño coche rojo si uno de estos pedruscos decide resbalarse y empotrarse contra nosotros?

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La gigantesca playa parece dormida, mecida por el sonido de un océano que, a veces, arrastra curiosos objetos hasta aquí. Una red, unos troncos secos, una pelota negra. Pedazos de otras historias que, por un momento, y quien sabe por cuanto más, se reúnen en estas orillas a disfrutar de lo que pudo haber sido y no fue.

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En este momento, absortos entre tanta piedrecita, decidimos que hoy no será el día que nos lleve a Jökulsárlón, mañana volveremos a bajar en nuestro camino hacia el oeste y, entonces, sí podremos contemplar tan majestuoso espectáculo. Volvemos a Djúpivogur pasando por Höfn. Höfn es un pueblo pesquero, de hecho la palabra Höfn no viene a significar otra cosa que puerto. La niebla difumina las calles hasta convertirlo en algo similar a un pueblo fantasma. A la entrada hay tres casitas de techo vegetal en miniatura; una bicicleta está apoyada sobre ellas, parece la bici de un gigante. Aparcamos junto al puerto. Los camiones cargados de mercancías no paran de pesarse en las básculas preparadas a tal efecto. No hay más de tres o cuatro camiones, pero semejante bullicio en este fantasmal panorama parece convertir estos minutos en la hora punta de la urbe. Se respira ambiente marinero. A unos cuantos metros de aquí  un antiguo almacén de pescadores hace la función de renovada oficina de turismo, un polivalente espacio en el que encontrar información práctica, un pequeño museo, y una señora de serios modales que más que generar confianza entre los viajeros, tiene la gracia de ahuyentarlos echando pestes de este pequeño pueblo. Pocas veces he encontrado tanta estupidez en tan pequeña criatura.

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De vuelta a Djúpivogur nos dirigimos al hostel que el día anterior nos gestionaron desde Berunes. La dueña parece una mujer cálida, su hostel renovado y la mega antena de telefonía de la ciudad a dos metros del balcón de nuestra habitación. Es media tarde cuando entramos por la puerta de las piscinas municipales. Es curioso como las piscinas suponen para este país más que un entretenimiento, cada población cuenta con estupendas instalaciones en las que disfrutar, socializar y hasta comenzar, estabilizar o finalizar relaciones. Digamos que es una suerte de pub en el agua, pero sin cervezas. Si bien algunas de ellas están cubiertas, la gran mayoría del país son al aire libre lo que supone no muchas semanas de disfrute al año, a no ser que, como es habitual en esta isla, el agua se encuentre a una temperatura más que suficiente como para disfrutar de un buen baño mientras afuera los copos de nieve hacen acto de presencia. Por unos 3€ tenemos frente a nosotros una piscina olímpica, una piscina para niños a 36º, y dos hot-tub a 39º y 46º, todo un acierto dejar aparcado por unas horas el disfraz de turista y disfrutar de un final de día relajante. Unas brazadas en la piscina y de lleno a la caldera a 46 grados, a disfrutar del espectáculo mientras intento convencerme de que no, el agua no está tan caliente. Dos franceses entran tímidos desde el vestuario, como dos recién llegados a una fiesta a la que no han sido invitados. A los pocos minutos ya se han hecho con una porción de la piscina, un balón les entretiene mejor que cualquier otro juguete conocido. Por aquí y por allá se lanzan balonazos como queriendo clamar una atención desmerecida, lo que, a sus treinta años bien entrados, parece más un ejercicio de estupidez que un simple entretenimiento infantil. A un lado dos niñas pequeñas, sin embargo, guardan la inocencia de quien juega con patitos de goma echando agua a todo aquel que pase cerca de ellas. La gracia, aunque entretenida, no deja de cansar cuando es la tercera o cuarta vez que se lo hacen a la misma persona y, de hecho, juraría que acaban por entenderlo cuando dejar los patitos asfixiados en la piscina infantil. Por momentos siento que las niñas tienen más cabeza que esos dos jugando a hacerse las estrellas del futbol en la piscina de adultos. Un quinto personaje entra en acción. Digamos que padece de sobrepeso. En su cara se dibuja una sonrisa, con la que saluda a todo aquel con el que cruza una mirada. Se pasea desde la entrada hasta el extremo de la piscina, el lugar de más profundidad. Se para, observa el agua y sonríe. A pesar de estar prohibido se dedica a tirarse en bomba al agua, causando pequeños tsunamis de vez en cuando, agitando con su sonido la conversación que transcurre apaciblemente en el hub-tub de al lado.

  • ¡Ey! You are from Spain, right? – me saluda un tipo acompañado de una pareja desde el hub-tub a 36 grados – vente para aquí que no está tan caliente como ese – me dice en perfecto castellano.

Una joven pareja italiana, y un alemán que sobrepasa los 50 disfrutan de esta relajada temperatura. Todos hablan castellano, y todos hablan de política, de cómo todo el sistema acaba enfermo de corrupción tanto en Italia como en España. Para nuestro consuelo parece que en Alemania también hay casos, aunque menos mediáticos.

– Pero que no digan que la corrupción es algo nuevo, si no ¿qué es lo que había en Marbella cuando estaba Jesús Gil? – otro día más un viajero nos deja sin palabras.

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