De pronto el cielo se despeja en una abrupta marea de tonos azulados. Hace cinco minutos que he abierto los ojos y lo que me encuentro es una claridad que no esperaba en Islandia. Nos acercamos a la costa, a tierra firme de nuevo. Atrás quedan las horas tranquilas del aeropuerto de Copenhague con sus líneas de diseño, sus piezas de Lego y esas chicas rubias de ojos azules que han llegado a convertirse en algo eternamente repetitivo.
Hace poco que he llegado de Noruega, vengo cargado de recuerdos difícilmente olvidables, de recorrer cada uno de esos lugares de los que tanto habla todo el mundo. Y es eso, que hable todo el mundo de ello, lo que resta sorpresa al descubrimiento. Pero no puedo mentir, Noruega es bella y, sin embargo, deja un regusto a “lo mejor debe estar al caer” que hace que deje de ser una experiencia sublime. Sin embargo Islandia es diferente, mucha menos gente habla de ello y aún menos es la que puede definir exactamente qué es lo que te vas a encontrar al llegar. Se habla de volcanes, de fiordos, de pequeños duendes que alteran carreteras, se habla de gente perdida en sus granjas, de ritmos vibrantes en la capital y de una tal Björk, que no se sabe si es humana o hada. Es entonces, con esa inquietud generalizada en los habitantes de mi cabeza, cuando me asomo por la ventanilla del avión para ver pasar, a unos cientos de metros por debajo, la sorprendente Reykjavik.
Keflavík, el aeropuerto internacional de Reykjavik, nos acoge con unos brazos abiertos enormes, brazos helados por el frío de mediados de agosto. De nuevo vuelve a mi mente mi saco de dormir adaptado para soportar temperaturas extremas de… 15 grados Celsius. “Al sol parece que no hace tanto frío”, medito mientras seguimos a un fornido y rubio ser que nos ha recibido en el aeropuerto y que nos conduce a través del parking hasta su furgoneta. En Islandia han surgido decenas de empresas de alquiler de coches a la sombra de un turismo que no para de crecer, el último impulso a la industria fue, aunque resulte sorprendente, la erupción del volcán Eyjafjallajökull.
Unos cuantos minutos más tarde estamos recogiendo un pequeño Hyundai con el que movernos por este tremendo país.
- Haz como que somos unos profesionales del alquiler de coches y saca un montón de fotos -dice Pedro, sin duda todo un experto en lidiar con compañías de alquiler de coches.
Nada más salir a la 41 que nos llevará hasta Reykjavik nos topamos con un cartel enorme a un lado de la carretera: Europe NO. Parece que el espíritu islandés no es muy amigo de europeísmos continentales. Hacen bien.
Las primeras viandas nos las proporciona el Bonus, una cadena de supermercados de color amarillo cuyo símbolo es un cerdo obeso con un ojo morado. La cesta de la compra parece cara, lógico si pensamos que gran parte de los productos deben ser importados desde el continente, pero aun así es posible encontrar joyas gastronómicas (como un salami de dudosa procedencia) a buen precio.
Islandia se presenta ante nosotros impoluta, cielos y paisajes limpios, carreteras casi vacías que se dirigen a la capital, y un sol con el que no contábamos.
Reykjavik se acerca, poco a poco, surgiendo como metrópolis entre el característico paisaje desértico islandés. La llegada por Reykjanesbraut, renombrada Saebraut según nos adentramos en la ciudad, resulta la perfecta representación de lo que supone cualquier otra ciudad: pequeños bloque de oficinas, avenidas amplias y centros comerciales. En pocos minutos, y sin haberlo querido así, aparcamos junto a Laugavegur, la calle más importante de Reykjavik. Hasta aquí hemos llegado en busca de algunos elementos imprescindibles para la superviviencia en este viaje: tres tuppers que nos servirás de platos, y una esterilla para no destrozarme la espalda cuando durmamos a la intemperie. Unos ponchos de 3 euros del Tiger completarán nuestro cuidado equipamiento.
Ante nosotros se presentan 15 días de viaje, desde hoy las sorpresas serán mayúsculas a cada paso.
Dejamos atrás Reykjavik por la carretera 1 en dirección norte, nuestro objetivo hoy será llegar hasta Borgarnes. El paisaje comienza a desplegarse en un sin fin de fiordos, montañas peladas que se besan con el océano de forma abrupta. Es diferente de lo que he vivido en Noruega; allí las montañas crecían envueltas en un verdor hipnotizante, aquí los árboles han dejado de ponerse en pie hace mucho, mucho tiempo. Sin embargo tiene un encanto especial, quizá sea la sensación de sentirte único circulando por estas carreteras. Salvamos la majestuosidad de Hvalfjörđur pagando las 1000 kr que vale atravesar los 5,7 km de túnel bajo las aguas del fiordo. Mirando hacía atrás parece increíble pensar que Reykjavik, la ciudad cosmopolita, se encuentre tan cerca de esta nada tan atrayente.
Borgarnes se encuentra a poco más de 70 km de Reykjavik, algo más de una hora de viaje. Situada al borde del fiordo que lleva su nombre, en esta ciudad de apenas 2000 habitantes se encuentra un pequeño museo sobre las sagas, concretamente la Saga de Egil, situada en los alrededores de esta zona. Resumiendo mucho, las sagas son los orígenes de las novelas históricas y de aventuras actuales; en su gran mayoría escritas entre los siglos XII y XIV describen la historia de los colonos islandeses, aventuras de familias, vikingos, viajes, batallas, y algún que otro acontecimiento mítico y mágico, es decir, la versión antigua de Juego de Tronos o El Señor de los Anillos. Pero aún mejor, a pesar del tiempo transcurrido desde su escritura es posible descubrir las ubicaciones exactas de muchos de los textos, granjas, cascadas o montículos nos adentran en la historia de esta tierra. ¿Y qué tal el museo? Supongo que bien porque no lo visitamos. Llegar a horas inadecuadas es lo que tiene.
Nuestra primera noche la pasaremos en un camping al borde de la carretera principal, aquí comprobaremos si realmente es factible pasar la noche a la intemperie con nuestro material de acampada.
A la entrada del camping un cartel nos da la bienvenida y nos avisa de que una persona se pasará a última hora de la tarde para cobrar, de recepción nada de nada. Una pequeña caseta con unas duchas y unos baños es todo lo que se puede esperar de este primer camping. Al menos el paisaje no podría ser mejor para acabar el día, una puesta de sol sobre las aguas del fiordo, sintiendo el calor de los últimos rayos mientras damos cuenta de unas patatas fritas, alimento básico en toda excursión a lo desconocido.
Nuestra tienda azul está plantada detrás de una pequeña colina. El sol ha desparecido tras el horizonte y una brisa empieza a avisarnos de que la noche será movidita. Es agosto y ya hace un frío de muerte, la hierba está húmeda y la oscuridad lo acaba envolviendo todo poco a poco. El frío es insoportable aquí dentro, la tienda parecía caliente cuando hemos entrado pero ahora se ha vuelto una nevera portátil de paredes de tela. Extendemos las dos esterillas que tenemos a lo ancho, por lo menos que el tronco de cada uno se aísle del suelo helado, las extremidades no son importantes, podremos sobrevivir a esta noche aunque perdamos un pie o una mano. Mallas y camiseta térmica, pijama, jersey polar, dos pares de calcetines, y todavía tengo frío dentro de este saco de dormir, malditos 15 ºC de temperatura de confort. Nos acurrucamos los tres en este infierno de hielo, echamos por encima un par de sacos de dormir que nos sobran y buenas noches, mañana será otro día.





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