… ¿y de verdad que en este sitio vive gente?
Día 32:
Nuestro vuelo salió ayer de Oslo a las 22:30 de la noche. Un vuelo de la Norwegian. Dicen que es la primera compañía en ofrecer internet gratis a bordo, y es cierto… el primer minuto. El resto de minutos me desespero intentando cargar la página de Google. ¿De verdad es necesaria esta publicidad cochambrosa para luego quedarte dormido al cuarto de hora?
Poco más de tres horas después nos aproximamos a las islas Svalbard. Es la 1:30 de la mañana y, aún así, es perfectamente de día. Desde la ventanilla del avión se contempla un paisaje montañoso, con laderas desiertas que descienden imparables hasta encontrarse con el mar. Estamos muy al norte, mucho más al norte de lo que se encuentra Islandia y buena parte de Groenlandia. Estamos tan al norte que la distancia que nos separa del Polo es menor que la que nos separa de Oslo.
Y entonces, ¿qué carajo hacemos aquí? Buena pregunta. Ni idea.
El aeropuerto es pequeño, muy pequeño. Podríamos decir que se trata de una habitación grande con una cinta de equipajes, tres mostradores de embarque y un oso blanco enorme disecado, ya sabéis, para darle el toque acogedor a tanto vacío. A Svalbard no llegan muchos vuelos comerciales, de momento no es uno de esos destinos apetecibles al que los turistas vengan en manada para relajarse en una bendita playa a la sombra de una palmera, pero tiempo al tiempo. Aquí llegan unos cinco vuelos diarios, convenientemente repartidos a lo largo del día, no vaya a ser que se formen colas innecesarias en este almacén reconvertido en terminal internacional. El transporte público es prácticamente inexistente, los autobuses vienen, recogen a los pasajeros del vuelo pertinente y huyen de nuevo hacía territorios menos inhóspitos. Eficiencia nórdica.
Nuestra estrategia parece perfecta: los albergues son muy caros, el aeropuerto calentito y la noche más bien corta, nos quedaremos a pasar la noche en la terminal. ¡Tienen internet y asientos de polipiel! Se anuncia una noche relajada en este balneario de la paz y tranquilidad.
Son las cuatro de la mañana cuando una azafata del aeropuerto se acerca:
– Hola chicos, ¿estáis esperando a alguien?
– No, ¿es que vais a cerrar el aeropuerto?
– Sí, el siguiente vuelo es a las nueve de la mañana, así que cerramos dentro de media hora.
– Oh… dios… mio… se encienden todas las alarmas de mi adormilada cabecita.
– ¡Uh! ¿sabes si hay alguna forma de llegar a la ciudad?
– Pues ahora mismo la única posibilidad es pedir un taxi a la ciudad.
– ¿Y cuanto vale más o menos desde aquí?
– Alrededor de 30 euros.
Presupuesto hundido.
El aire es frío fuera del aeropuerto. Una señal nos hace saber que estamos a 1.309 km del Polo Norte. Empieza a llover. Son las cinco de la mañana. La pregunta parece un eco que vuelve y vuelve: ¿Qué hago aquí?
Varios kilómetros nos separan de este punto al centro de Longyearbyen, aquel pueblo que se ve al fondo, fundada por un tal Longyear en pleno siglo XIX y abandonada a su suerte en mitad de glaciares y colinas rocosas en estos inicios del siglo XXI. Los científicos campan a sus anchas por estos territorios. Científicos y osos polares, amor a primera vista.
Lo que parecía una buena caminata sin interés, se convierte en un apacible paseo que me permite descubrir la tranquilidad de esta parte del mundo. Disfruto durante una hora, lo que me lleva del aeropuerto a la ciudad, hasta darme la vuelta y descubrir esta señal:
Más tarde descubriré que estaba caminando fuera de la zona de seguridad, de aquí en adelante los osos polares pueden rondar a la vuelta de la esquina (más o menos).
Son las seis de la mañana, estoy reventado, tengo hambre, sueño y frío, y no por ese orden en concreto, y, aún así, recorrer el pueblo en soledad es una experiencia única. La vida está durmiendo.
¿Qué hace un concesionario de Toyota en estas latitudes?
Vagabundeamos las calles hasta encontrar la oficina de correos, y el banco y la tienda de souvenirs, todo al mismo tiempo. Aquí, al menos, se está caliente y hay un suelo para echar un sueño tranquilo hasta ser echado de malas maneras por un ruso que hace las veces de guardia de seguridad. Algo le he debido de decir en mi duermevela incoherente porque se dedica a sacarme un par de fotos con su teléfono mientras gruñe algo en un idioma que quiere parecerse al inglés. En algún lugar de esta bendita isla estaré siendo fichado y declarado sujeto non grato.
Las ocho. Las nueve. Qué pena, en España ya habríamos abierto los bares, desayunado unos churros y comentado las jugadas del partido de anoche. Aquí nada abre antes de las 10.
Longyearbyen es un conjunto de casas que se extienden dispersas entre dos altas y perpendiculares colinas de unos 400 metros de altura. Dichas colinas ascienden 400 metros en vertical en apenas 600 metros horizontales. La claustrofobia se huele. Una única carretera conecta el pueblo desde el aeropuerto hasta el extremo más profundo del valle, allí donde se encuentra mi albergue. La poca actividad despierta a ambos lados de la calle 200, por que sí, aquí las calles tienen números.
A las tres de la tarde me retiro al albergue. Veinte minutos caminando, en el límite de la mina Nº 2. La recepción se encuentra en lo que antes era el comedor para los mineros que trabajaban en las minas del valle. Las habitaciones, por el contrario, se distribuyen en edificios circundantes modelo barracón svalbardeño. Sobra decir que en cuanto llegué a la habitación caí dormido hasta el día siguiente.
Dia 33:
La misma luz que ha iluminado toda la noche sin molestarme, es la que me despierta ahora a las nueve y media de la mañana. El desayuno buffet se sirve hasta las diez. Por momentos he tenido la sensación de haberme transformado en un zombie-pensionista abalanzándome sobre la comida. He repetido 3 veces. Al acabar he sentido dolores en mi estómago, aunque debe ser normal después de 30 días a dieta perpetua. La gente viene y va de este comedor preparándose para sus excursiones. Este lugar es uno de esos sitios en los que, si tienes el suficiente dinero para pagarte las excursiones con guías armados, puedes disfrutar de una naturaleza extrema, si no, la naturaleza extrema puede comerte al pisar lo alto de la colina.
Al bajar hacia el centro de Longyearbyen observo una tienda de campaña en una colina. Está relativamente cerca de los edificios, pero aún así es jugársela mucho por las noches. Es de inconscientes. Seguro que es ruso.
El frío y la humedad llegan a entumecer mis pies. Quizá sea porque no calzo las botas adecuadas. Mis botas, aquellas con las que he pateado media Noruega, las he perdido en algún momento de los últimos cinco días. Así que, mejor que ir descalzo me decanto por un calzado fresquito, veraniego, perfecto para escapadas como esta, al borde del Polo.
Son cerca de las doce de la mañana y me debato entre arrojarme al mar helado o dejarme morir de frío a la puerta de cualquier establecimiento. Decido ser cabal y entrar en Fruene, una pequeña cafetería llevada por tres chicas muy enérgicas, situado a dos pasos (literal) de la calle 200. La atmósfera es agradable, no hay internet y, afuera, los paraguas y chubasqueros se retuercen en millones de formas espasmódicas. Esta noche dejaremos esta isla en otro vuelo express camino del soleado sur, el sur de Noruega entiéndase.
Fruene cierra a las seis de la tarde. Problema.
Vuelvo a dar una vuelta por el pueblo. El sol sigue en lo alto, pero la gente empieza a desaparecer poco a poco, el ritual nórdico de cobijarse en casa parece que también ha llegado hasta aquí. Un poco más tarde acabo en un pub escaleras abajo con mil botellas al fondo de la barra.
– Una cerveza, por favor.
Me doy cuenta de un hecho curioso: no hay cerveza de barril. Todo es cerveza de lata, da igual lo que pidas, todo está enlatado. El pub está vacío, lógico siendo las siete y media de la tarde, aunque poco a poco se torna en un garito de muchedumbres en el que sentirse falto de oxígeno.
Allí, al fondo, en el otro extremo del pub, hay un español. Lo reconozco por su indecente acento al hablar inglés. Es más, yo diría que es gallego. Frente a nosotros hay un grupo de científicos que terminan su estancia en estas islas para volverse a sus respectivos países.
Unas cuantas cervezas después salgo del pub. Es extraño salir a la calle y sentir esta luz que no deja nada a oscuras. Me encuentro con un grupo de americanos que han venido tres semanas a instalar unas antenas en lo alto de la colina. Uno de ellos desciende de mexicanos, pero no tiene ni idea de español:
– Yo pondría un puesto callejero de burritos y tortillas aquí mismo, en esta calle.- Comenta calándose la gorra mientras otro compañero inténta llevárselo de vuelta al hotel.
Nuestro vuelo sale de este infierno congelado a las dos y media de la mañana. El tiempo que resta lo aprovecho en el Radisson Blu Hotel, el hotel de máxima categoría de la ciudad, pero no, no os penséis que estoy alojado aquí.








Deja un comentario