De cómo pasar de comer salchichas a ser potencial alimento de oso en cinco días.
Dia 27:
El coche comienza a ser odioso cuando descubres que una buena barbacoa es capaz de dejarte sin ánimo de continuar. Con lo bien que se está en este microclima veraniego del sur de Noruega…
Oslo está en el este a poco más de una hora de camino, pero así somos, nos sobran días y tenemos alguna cosa pendiente que visitar. Dicho lo cual, rumbo al oeste.
Y pronto se descubre Heddal, la que dicen es la más famosa de las iglesias de madera de Noruega. Y vaya si lo es, hasta arriba de gente. Bonita, es bonita, como las otras varias iglesias en las que hemos ido parando. La única diferencia es que ésta se mantiene en uso activo, así que le han añadido unos buenos y modernos bancos, altavoces, un sistema de calefacción y, en una esquina, un órgano al más puro estilo Billy Preston. Ya me imagino los acordes destrozatímpanos que pueden salir de aquí. Aunque a este buen hombre que acaba de entrar poco le importará, la sordera le permitiría evitar sucumbir a los ritmos frenéticos del teclado Hammond. Pues sí, sordo, sordísimo. La conversación con la pobre chica de la entrada supongo que se puede escuchar desde el aparcamiento. Volumen brutal.

Por lo demás Heddal merece una visita, quizá no tanto como para pagar la entrada que da acceso a su interior, que no es gran cosa si la comparamos con otras, pero sí para darse un paseo por el cementerio y sus alrededores. Ojito, que también hay uno de esos pequeños museos al aire libre con casas de época y gente vestida a la antigua usanza. Llegaría casi a creerme que estoy en otro siglo si no fuera porque, en una de esas casas, han montado un bar con terraza.
Por lo demás, el día transcurre por carreteras, subiendo montañas, bajando montañas y haciendo bocatas de atún en aceite en cualquier banco de cualquier pueblo. Nuestro afán visitador se diluye poco a poco.
Y entre discusiones de si es mejor dormir en un camping o bajo unos cables de alta tensión transcurre la tarde. El raciocinio acaba encontrando su camino y, a media tarde, descubrimos un pequeño pedazo de tierra junto a un lago donde plantar la tienda. Y no, no os imaginéis algo bonito y paradisiaco.
Día 28:
Por fin. Hoy llegamos a Oslo.
Tras una noche dura y tres horas de carretera, vamos a ser lo suficientemente chulos como para aparcar el coche en el mismo centro de la capital. Si acaso ya nos tiraremos después del pelo cuando veamos el coste del parking.
Tener suerte es poco decir cuando salgo a la calle y me encuentro con el cementerio donde está enterrado Munch. El personaje, el maestro, el loco, el tipo de El Grito. El gran atrayente de la ciudad se encuentra aquí, en este pequeño cementerio triangular del centro. Sí, aquí, bajo mis pies. Después de esto poco más hay que hacer en Oslo. Quizá dar una vuelta pensando en como sería la ciudad hace unos 100 años y, si quieres ir un poco más atrás en el tiempo, entrar en el Museo Nacional de Historia, que es lo que hice, ya sabéis, por aquello de culturizarse un poco más cada día.
Maldito parking, sabía que el futuro no podía ser bueno.
Hoy dormiremos en casa de un cocinero sueco metido a segurata en Noruega. El tío encantado de la vida y nosotros también, que hoy dormiremos bajo techo.

Día 29:
- Oye Juni, ¿qué te parece si nos acercamos a tu casa por la mañana? – pregunto.
- Eeeh, sí, veniros, así desayunamos juntos –responde– a eso de la una.
Buena hora, me gusta.
¿Y de las nueve a la una qué hacemos? Pues bajar a Oslo, a ese parque tan famoso y tan lleno de chinos, el Parque Vigeland. Un genio el Gustav Vigeland. De verdad que merece la pena este sitio, aunque sea por escuchar frases como esta en perfecto andaluz:
- Anda papá, saca tú la foto que mamá no tiene ni puñetera idea.


Y así empieza nuestro día. Juni y Emil nos esperan recién levantados con un desayuno muy saludable, si dejamos de lado la mayonesa de tubo, el caviar de tubo, el paté de tubo, y todas esas guarradas en tubo que se pueden encontrar en los supermercados de aquí. A Juni y Emil los conocí en Dinamarca, loca ella y loco él, tal para cual. Unos grandes. Y así, mientras desayunamos, se ponen a tocar la guitarra, cantar y despertar al vecindario, que ya va siendo hora de levantarse.
- ¿Qué os parece si nos vamos a la cabaña de mi familia? –sugiere Juni.
- Hecho –respondo.
Media hora más tarde nos metemos de lleno en el tráfico de Oslo para viajar durante una hora en dirección a la frontera sueca. La familia de Juni tiene una casita de principios del siglo XX en mitad de la nada, una pequeñita granja y…
- Todo este bosque y los lagos que hay dentro son de mi familia –dice Juni.
No me da la vista para alcanzar el fin de lo que veo. ¿Y se supone que la cabaña está ahí dentro? Durante quince minutos conducimos hacia el interior del bosque por caminos, cuanto menos, rurales. Ya no hay cobertura de móvil. Aparcamos el coche y salimos tras Juni, que se ha metido ya en el bosque y se pierde entre los árboles. Y, de repente, en un pequeño claro del bosque surge una cabaña negra, con un lago al fondo.
- La cabaña no tiene ni luz, ni agua, ni wifi, ni cobertura de teléfono. Y ahí afuera hay un agujero en el suelo.
Lo bueno es que nos hemos traído unas chuletas de reno, que con una salsa de champiñones y una cerveza en la mano es el paraíso. Un paraíso lleno de mosquitos, pero paraíso al fin y al cabo.

Voces en el bosque, ¿pero qué pasa? Un pescador en el lago, y nosotros que pensábamos que estábamos aislados por completo.
La luz se apaga en el bosque y la vida empieza a surgir entre los árboles. Quizá todos esos ruidos son de los elfos y seres del bosque que habitan a nuestro alrededor, quién sabe.
A eso de las tres de la mañana se escuchan ruidos en la cocina. ¡Un ratón anda suelto por ahí! Pues muy bien, que coma lo que quiera, aquí media vuelta y a dormir a pierna suelta.
Día 30:
- ¡Qué cabrón! ¡El ratón se ha comido nuestro pan!
Pues sí, cabronazo. Menos mal que al poco aparece Juni con sus botas verdes de plástico y una cesta con pan recién hecho y mermelada de fresa casera. Si es que así da gusto viajar.
Emil se ha vuelto a Dinamarca y nosotros volveremos a Oslo.
Por la tarde me llama Juni: noche de cervezas en la ciudad. Perfecto, allí estaré. Ahora sólo tengo que encontrar la estación, averiguar el tren que va de camino a la Nationaltheatret Station, y encontrar la maldita salida correcta en este agujero enorme. Esta salida no es que están rodando una película, genial. Probaré en la siguiente. Hecho, ¡aquí estamos!
Y el bar que tiene la suerte de acogernos es el Tekehtopa. ¿Qué la cerveza cuesta 8 euros? Pues dame dos. Serán las únicas dos que me tome aquí. Suficientes para salir corriendo cuatro horas después en busca del último tren que sale de la ciudad.
- Entonces, ¿cuántos años tienes? –me pregunta una amiga de Juni.
- Treinta y dos –respondo.
- Haha, ¿cómo vas a tener treinta y dos? –me mira con cara de «¿te estás quedando conmigo?»
- Claro que tengo treinta y dos, ¿cuántos si no iba a tener?
- Pues yo te hecho unos veinticinco o así –ole ahí.
- Haha, gracias pero tengo treinta y dos.
- No me lo creo, me estás vacilando, enséñame el DNI.
Mi DNI hace aparición en escena:
- ¿Estás de broma? No me lo creo…¿pero de cuándo es esta foto? –comenta mientras mira a Juni y Thea, que también ha venido– ¡pero si parece que tienes diez años más que ahora!
Quieras que no, esto ayuda a recordar con cariño Oslo. Pero, de verdad, quizá las cervezas le distorsionaron la realidad ligeramente.
Hoy la noche la paso boca a bajo en este sofá enorme en el que me toca dormir.
Día 31:
No se duerme mal en este sofá. Es más, incluso me atrevería a decir que he dormido bien y todo. O puede ser que he acumulado tal cansancio a lo largo de los días que ni me entero de dónde duermo. Esta última parece la explicación más lógica.
Además, después de haber salido ayer, no creo que sea prudente madrugar hoy, no vaya a ser que el cuerpo se resienta luego. Y, de este forma, es como nos da el mediodía tranquilamente, sin prisas.
Esta noche volaremos a Svalbard. Sí, esa isla que está en el norte, demasiado al norte, y donde los osos polares campan a sus anchas. El vuelo es a las diez y media de la noche, así que tenemos todo el día para tranquilizar el apetito voraz de esta mañana.
Tres cosas más para visitar en Oslo: la exposición sobre Munch que hacen este año (¡mierda, cierra en media hora!), el ayuntamiento de la ciudad, y la fortaleza que está justo detrás de éste último. Aunque lo mejor es ver como los japoneses se entretienen tranquilamente con sus cámaras mientras el diluvio universal parece inundar la ciudad. Y justo ahí, en el preciso momento en el que el autobús de los japoneses llegaba, dejó de llover y salió en sol.
- ¿Qué te parece si vamos a este restaurante etíope que pone la guía? Tiene buena pinta y es de los más baratos. Está junto a la estación de trenes.
Nota: Cuando alguien os diga que algo está junto a la estación de trenes poneros en la peor situación, es el consejo de la experiencia.
Bueno, igual me trago mi consejo, este restaurante parece que está en el centro comercial junto a la estación, esto por lo menos garantizará unos mínimos.
- Anda, ¿y esas cintas de la policía en la puerta del restaurante por qué serán?… ¿Y esas flores?… ¿y esa foto?… ¡No me digas que han matado a alguien aquí dentro! –comento para mí mismo.
Pues sí, una semana antes. Restaurante precintado.
- Y decía yo… Hemos pasado una hamburguesería que no tenía mala pinta… Si algo tiene que matarnos, mejor que sean grasas poliinsaturadas y que lo hagan poco a poco ¿no?
Y así es como acabamos comiendo una de las mejores hamburguesas que hemos conocido nunca, y al lado de una estación de trenes.
Nos ha escrito un alemán para decirnos que podemos dejar el coche en su garaje el tiempo que estemos en Svalbard, mira que majete. Así que nada, nos tomamos un té con este simpático chaval agobiado por las noches invernales que llegarán en un par de meses, y nos dirigimos al aeropuerto. La aventura en Svalbard empezará en breve.




Deja un comentario